Ruiseñor y misericordia

El pájaro que se ahogó en tus lágrimas canta todavía.

VICENTE HUIDOBRO

Te he perdido y la lengua de Virgilio pudrirá las hojas,

la retórica dirá: fuiste mía, te amaba… esas cosas ya vacías

como buzones por donde nunca más pasará el cartero.

Cuando haya amanecido también este dolor te pertenecerá

y los frutos aborrecidos por el frío de las lejanas promesas

entrarán indiferentes en la ausencia del mundo.

Así la tristeza cotidiana de quien ha ignorado el tiempo

espera el milagro de la eternidad repetida en las ramas de espino.

Como entra el pico de los pájaros en la dulzura de las manzanas

dejará el petirrojo una gota de sangre en las fresas de otoño.

Te echaré de menos entre los muertos que no dejan de llorar

y con ajena belleza participan en las destrucciones de la verdad.

Algo ha de permanecer, no los futuros oros del olvido

que deja la noche sobre las mesas carbonizadas de la escritura,

sino la presencia de los amorosos fantasmas que ilusionaron la vida.

No hay sitio para el hombre entre las ruinas de cuanto creyó era el cielo,

ni caben en su corazón los sueños pendientes de haber sido soñados.

Ambicionaron luz sus palabras arrojadas sobre la piedad

mas algo inferior y a él conocido lo arroja de los espacios solares.

Y va oscureciendo sin poder nombrar la razón de esa angustia

y se entierra asimismo en lugares silenciosos, en suburbios

por donde vagan atormentados los perros que cuida.

Amó, pudo haber nombrado la edificación secreta de su deseo,

pero la asfixia del canto, pero la estética de la muerte,

pero los grandes huecos civiles de la consolación

sólo le ofrecen el pan de los rechazos.

Pretendía su perfecto instante de unidad nostálgica

bajo el rumor de las estrellas que aún no han visto el mundo

y entran en correspondencia con la imaginación del que ama.

Oh realidad sin júbilo, espíritu sin elogio por la noche de piedra.

Tú te habrás entregado en el jardín incitante a la caricia de lo distinto,

la fugaz alergia sin raíces que da su rejuvenecida música a los cuerpos

y arrasa en ajenos cultivos la delicadeza de los nuevos amores.

Si el pánico, si desear no fuese distinto a existir en el pánico,

a oír el viento del universo aullando sobre el conocimiento del bien,

las proporciones de la embriaguez decapitadas por la ira del ángel,

si la costumbre de cada hombre negada a su propia obediencia

no hiriese torpemente las sienes al que ha salido del mundo,

el que ama sería amado más allá de la desaparición del amor.

Mas no puede contener el muro sobrecargado de enredaderas nocturnas,

no puede visitar el calvario de arpas embriagadas en los mataderos,

sino vivir en un reino que ya ha sido apartado de la celebración.

No volveré a saber tus ojos, ha anochecido en la última lámpara

y las oscuras raíces entran en la tumba agrietada del hombre.

No hay pasos que te sigan por las verdes alfombras de mármol

ni hay estremecimiento tras el ventanal de las dilatadas esperas.

Sólo el que arrastra su gran ruido por el mundo puede oírte ahora,

beber la mentira, poner cristales rotos bajo la lengua y el párpado,

sólo el herido por lo sagrado, sólo el abismal inocente huésped tuyo

conoce palmo a palmo la celda furiosa, la desnudez, el espectro.

Has nacido para vivir y esa inmortalidad ha derribado la tumba

donde todas las edades buscaban refugio, ah dulce ruiseñor

extraviado en los huérfanos cipreses de la mortal primavera,

qué canto de náufragos te ha atraído a la trampa doliente,

qué otro calor te ha separado de las ardientes profecías de la Tierra.

Nada busca el hombre que ama en la personificación de lo amado,

nada encuentra sino el vendaval que destroza las velas del conocimiento.

Camina por las ciudadelas arrasado por el incendio de lo presentido,

piensa en los climas que desordenan los quebrantados paisajes,

observa las rendiciones, se parece a las rendiciones, procura las rendiciones.

Cuanto ha dicho, cuanto feroz y delicadamente ha susurrado,

lo esparce por las galerías del corazón y en ellas clama

hasta vaciarse e irse cubriendo de anónimas deudas.

Ha descendido al lugar donde los coros permanecen callados

y son estruendo de lo silencioso bajo lamparones de otoño.

No supone, no conoce más que la petrificación de las iniciales,

las toneladas de nombres comprobados en la ventanilla de los inmóviles,

es la docilidad de los enfermos unificados por el sonido de la medianoche,

es la astronomía de la abeja libando las columnas del número.

Eres tú, amor mío, inclinada ante la huella de las herraduras lunares,

la musicada por el guardián de la medida y el bailarín de cerveza,

tú, la poseída por el poseído, los céntimos del jaguar y la cucharilla de arena.

John,

la piedad no ha sido hecha para nosotros, el borgoña

y el mar, las coronas asirias, los caballos que arrastran sobre el agua

la berlina del hijo complaciente en su abismo, no ha sido hecha

para el visitante la boca de tu aliento, la sedición de David ni

la escenografía del andrógino. Vive el generoso invisible

en la tristeza, adormecido lame la rúbrica en su rayo de invierno,

y, leve pasajero de sí mismo, ama al mayordomo preso de su nada.

Mira pasar a los ciudadanos, piensa en el mar y las carrozas fúnebres

que obsesionan de madrugada la nuca de los sanatorios, cuenta los días

suprimidos a la felicidad, los fragmentos arrancados al friso

de cuanto no ha de ser ni fugaz ni hermosura. Oh condición sin dolor

del que camina a distancia de su éxtasis y en ello halla placer,

y en aquello que goza tala otro bosque y algún amor se destruye.

Oh paciente enamorado, signo aún vivo del ruiseñor

atrapado en las resinas del árbol del paraíso,

no cantas para resistir la intemperie del que camina hacia su estrella

con zapatos de piedra, ni vuelas de una rama a otra para ocultarte en el sigilo.

Buscas desaparecer e inmolarte en el canto, pero qué canto

inaugurado en la academia donde soñó el latino,

qué ebrio cancionero de campesinos en la vieja taberna,

qué trino en la húmeda alameda clausurada al amado, dos pies

es la distancia que separa dos siglos, los dedos de los dioses

aún húmedos por la sustancia de las mismas palabras

que bisbisea el bufón, el imán de la flauta, el indetenible

mensajero que por la prolongación del aire ya traspasa

la puerta donde la granada y el perro conversan con mi corazón.

Ah si pudiera robarle a la existencia otro instante

y en él permanecer y esperarte y allí despacioso creer para siempre.

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