Algún día, cuando Roma deje de ser

Algún día, cuando Roma deje de ser la propia víbora de Roma,

el día que las bestias vomiten en los circos la rosa de hueso de los mártires,

el día que los senegaleses y los inocentes bizantinos y los que hablan tagalo

duerman bajo el dorado palio de suculentas vides y mansos ciervos levitantes,

el día que reconocida su condición de vírgenes impuras sean madres de un dios todas las madres,

la hora en que el abominable se reencuentre en los espejos con la cara del idolatrado,

la plaga del paraíso con la juventud hermosa, el negro caudillo con la estrella rosa,

el día exento de penitencia, el día sin mendicidad a la puerta de un almacén de abarrotes,

el día anterior del mutilado a quien le falta una mano, un pie, los dos ojos,

el último día de un siglo rodeado por una fuerza azul como una manifestación por la policía,

la hora séptima de quien madruga, se afeita, va al matadero, sacrifica animales,

la hora duodécima del que regresa cansado, huele a excrementos y sangre,

el día del que al abrir un libro lee la palabra soga y no ata con ella a un perro,

el preciso instante del que al seguir leyendo ese libro oye los gritos de un soldado que va a ser ahorcado, se lo dice a otro, salen juntos en busca de ayuda,

luego el pensamiento de ese mismo soldado: que el que tenga una moneda no se la ofrezca a la compasión, el que sienta compasión no la invierta en la ranura de la pobreza, que el que críe corderos para venderlos tenga piedad de su hija, que la hija no considere un derecho las propiedades del padre.

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