Ópera suzuki
Sobre una silla de palo a la puerta del burdel Nagasaki los monos escarban el lóbulo de la piedad tras el Consejo de Guerra. El enfermo, el solitario, el genealógicamente perdedor se alimenta del sueño, chupa la cucharilla que su rival ha endulzado con beneficio en las colmenas de la jurisprudencia. Preferiría metérsela por el culo al Alcaide, metérsela por el culo al Gobernador, al presidente del Congreso y al dueño de la Compañía. Pero ya estamos en hora y los zorros esperan con inquietud el chicle de sus pulmones en el desolladero de tinta. Con una cacerola de aluminio los acomodadores dan el último aviso y ante las clases acomodadas se desgañitan Madama Butterfly y el Príncipe Yamadori. Fuera de allí se habla de músculos y de semillas de marihuana. También y con toda franqueza de cloacas y otros temas que nos agobian, como la compraventa de anillos nupciales y de adulterios fascinantes. El senador abre su boca de reloj a las siete y treinta y dos en punto. La clientela, los degolladores, los sustitutos de los representantes, bostezan compulsivamente. El público, ya es hora de que alguien se atreva a poner en duda lo de respetable, aplaude a la joven japonesa y al teniente de navío, igual lo recuerdan, un americano que a veces responde por Pinkerton. Sobre una silla de palo a la puerta del burdel Nagasaki los monos, con la emoción de quien no acepta las condiciones de pago, eso de que morir con dignidad es mejor que vivir sin ella, exigen otro bis y otro bis y otro bis a los cadáveres vivos.